Vida de una Santa

Rafaela María nació en Pedro Abad un uno de marzo de 1850, dentro de una familia de terratenientes bien enraizada en la campiña cordobesa. Era la décima de trece hermanos. En unas de sus tantas cartas diría: “El día uno nací, el dos fui bautizada: el día más grande de mi vida porque en él fui escrita en el libro de la vida”. Su padre, D. Ildefonso Porras Gaitán fue el alcalde del pueblo, hombre honrado y generoso que llegó a dar su vida por ese pueblo que tanto amaba. En 1854, cuando Rafaela María tenía cuatro años, llegó a Pedro Abad la epidemia del cólera y, este alcalde ejemplar en lugar de alejarse de su tierra, como otros, optó por permanecer donde siempre, con los suyos, con su gente. Murió víctima del cólera, contagiado por los enfermos a los que atendía desinteresadamente. Rafaela María oyó muchas veces esta historia de caridad heroica.

Superados los lutos, Rafaela María y su hermana Dolores comenzaron sus primeros estudios. Hacia 1864 comienzan a pasar temporadas en Cádiz, ciudad que entusiasmó a Rafaela María, y en Madrid. A los dieciocho años, ya había vivido muchos cambios y muchos golpes de timón. Ya había hecho su aparición en sociedad, siempre a la sombra de su hermana, mayor que ella cuatro años y, cobijada por la protección de sus hermanos mayores.

Sabemos, por lo que cuentan, que fue una buena chica: afable, más bien tímida, trabajadora, dispuesta siempre a ceder… En Córdoba y en Madrid frecuentaba el teatro y las tertulias en las casas de los amigos. Nadie sabía, desde luego, que por dentro iban otras procesiones; ella misma nos lo cuenta, cómo un día le prometió con juramento a Jesús que sería de Él, sólo y siempre para Él. Era el 25 de marzo de 1865: “En este mismo día, en Córdoba, en la Parroquia de San Juan de los Caballeros, hice mi voto perpetuo de castidad”.

Un día de febrero de 1869, la casona de Pedro Abad iba a vivir una convulsión de auténtica trascendencia: la muerte de su madre; esta desgracia familiar va a marcar la historia personal de Rafaela María y de su hermana Dolores.

Desde que D. Ildefonso murió, su madre, Rafaela, lo fue todo para ella, padre y madre a la vez; por eso, su muerte, le va a marcar enormemente; la muerte de su madre le interroga, le cuestiona el sentido de su vida y le hace decidir, optar, por el destino que Dios le va a ir mostrando. No se encierra en su dolor y mira hacia delante. Por los motivos que fuera, a la hora de morir Dª. Rafaela, ella se encuentra sola con su madre. Nos podemos imaginar este momento trascendente. Ella misma lo cuenta así: “La muerte de mi madre a quién yo cerré los ojos…, abrió los ojos de mi alma con un desengaño tal, que la vida me parecía un destierro. Tenía dieciocho años. Cogida de su mano, prometí al Señor no poner jamás afecto en criatura alguna. Y se me abrieron los ojos del alma… Y yo ¿para qué nací?”. Rafaela María se queda abandonada, sola …, pero no se cierra al dolor y mira hacia delante. Se abre al nuevo seno de Dios. Él va a ser para ella madre, seno acogedor, todo.

Aquel febrero de 1869 va a marcar toda su existencia. Las dos hermanas, de común acuerdo, van a romper el molde, ahora sí que van a traspasar los límites y condicionamientos de la época y el ambiente. Desde este momento la vida en la casa de Pedro Abad ha cambiado, jornadas a favor de los más necesitados y de la Iglesia. Pobres que rondan la puerta trasera de la casa, salidas furtivas de las dos hermanas, … Una relación más cercana con los sirvientes con los que se comparte no sólo el trabajo sino la fe. En estos años, en el corazón de Rafaela María, iban resonando las palabras pronunciadas ante la muerte de su madre: “Y yo ¿para qué nací?”. “Bastante tiempo hemos sido servidas, hora es de que sirvamos a los pobres por amor de Dios”. Es el tiempo del servicio, la hora del servicio desinteresado y amoroso. Ante esta actitud evangélica se va a producir una ruptura familiar, que Dolores, más tarde, resumirá en estas frases: “Huérfanas de todo, mi hermana y yo, y bien perseguidas por nuestros más allegados parientes, después de unos cuatro años de lucha, que fue terrible, decidimos las dos hacernos religiosas”.

A partir de 1875, Rafaela María y Dolores, después de aquel preámbulo heroico de entrega a los pobres de su pueblo natal, dan por encauzada su búsqueda, concretando todos sus esfuerzos en un proyecto de plena actualidad en la España de su tiempo. Van a iniciar la vida religiosa en un Instituto nuevo, el de María Reparadora, venido a Córdoba para dedicarse a la formación cristiana a través de la enseñanza y la catequesis. Este proyecto trataba de responder a una verdadera necesidad de la sociedad cordobesa. Su permanencia como novicias en este Instituto supuso para ellas un gran enriquecimiento, en él encontraron dos elementos que persistirán a lo largo de su vida: la devoción a la Eucaristía y la espiritualidad ignaciana.

El deseo de servir a la Iglesia y al mundo la hizo osada e intrépida. El interés apostólico la llevó a entregar su vida, su fortuna y su cultura. Tal y como aparece en sus escritos, Rafaela María no fue una persona anclada en métodos o estructuras. De lo antiguo y de lo nuevo tomó lo que juzgó conveniente para el servicio de la Iglesia. Y la Iglesia le abrió en cada momento los ojos hacia la mayor necesidad. Primero fue la educación en general y en particular la formación religiosa. Rafaela María y su hermana aceptaron el reto apoyadas en cualidades personales, en el trabajo en equipo y confiadas en la ayuda de Dios, se lanzaron sin vacilaciones a la tarea.

Rafaela María creyó siempre en lo que estaba haciendo, por encima de dificultades, que no fueron pocas, ni pequeñas. Rechazó las limitaciones que le imponía una clausura rígida para estar más disponible en su misión evangelizadora. Supo bailar en la cuerda floja que suponía aunar libertad y obediencia. Fiel siempre a la Iglesia, no dudó en salir de Córdoba para soslayar las orientaciones de una curia eclesiástica poco lúcida ante los signos de los tiempos. En el desarrollo del Instituto, jamás se detuvo ante convencionalismos de signo social o incluso religioso. Ante necesidades que se le imponían como urgentes, no dudó en adoptar posturas libres. Ya en 1883, cuando le hicieron ver la necesidad de una escuela en Jerez, en la calle del Porvenir funcionó un primer centro de educación; en el edificio no había lugar para un pequeño oratorio y aquellas esclavas jóvenes e intrépidas se las veía salir todos los días a una de las iglesias vecinas... Y es que para Rafaela María, merecía la pena las innovaciones si con ellas podía responderse a una de las mayores necesidades morales y religiosas de los tiempos presentes. La historia se iría repitiendo en todas las fundaciones, La Coruña, Cádiz, Roma…. Rafaela María escribía a su hermana: “Ciertamente, donde hay verdadera necesidad se ha de ir…”.

De los vientos del liberalismo, Rafaela María tomó lo bueno para quedarse con lo mejor. Su libertad auténtica, su profundo humanismo y solidaridad, que se expresaron en la estima de todo hombre y todo lo humano y en la preferencia por los más necesitados, “¡Cuantos hijos tiene Dios! Viendo mundo se aviva el interés apostólico”. “Al cerrar los ojos a mi madre se me abrieron los ojos de mi alma” Así fue, la contemplación del hombre y de la tierra mantiene vivo el rescoldo en su corazón; y esto fue posible porque ella había puesto mucho corazón en la mirada.

Rafaela María vivió el tiempo suficiente para ver bien consolidada su obra. Fue una mujer de su tiempo, que, en una espléndida madurez personal intuía la llegada de un tiempo nuevo, abierto a múltiples expectativas. En 1892 su vida iba a experimentar un giro de ciento ochenta grados: Es bien claro que Dios quería santificarla por el camino de la humillación. Había una desunión de pareceres entre ella y sus más cercanas colaboradoras, principalmente su hermana. Rafaela María no cesará de reconocer la recta intención que animaba a quienes la hacían sufrir y verá en ellos meros “instrumentos” puestos por Dios para santificarla. El sacrificio era duro y su actitud no se explica sino recurriendo a su profunda humildad. Amante de la verdad, sufría lo indecible viendo que la verdad no podía abrirse paso. Lo calificó algunas veces de martirio. Se le ofrecen varios caminos para escoger, pistas poco claras, y Rafaela María opta por la renuncia a su cargo como General de la Congregación, ella nunca había tenido pretensiones de fundadora, había ocupado ese cargo muy a pesar suyo. No deseando otra cosa que la paz de todas, “aunque me costase a mí la vida”, escogía de muy buena gana la humillación por el bien del Instituto. Con estos sentimientos firma su renuncia al cargo el primer viernes de marzo de 1893 y, otro viernes, se le comunica que la Santa Sede acepta su resolución. Si el 10 de febrero de 1869, al morir su madre, Rafaela María puso norte hacia Dios en este viernes santo de 1893, va a alborear una nueva vida: la suya, escondida con Cristo, para que su historia quede escrita en la sola mente de Dios. Al trabajo incansable por los caminos del mundo iba a sucederle el pequeño trabajo de cada día por las sencillas dependencias de la comunidad de Roma. Ahora, más que nunca es necesario vivir el tiempo con dimensión de eternidad. Lo importante no era hacer, sino exclusivamente el ser: “Si logro ser Santa, hago más por la congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios más apostólicos”. Desde su vivir y ser callado y silencioso, las esclavas iban encendiendo focos de anuncio evangélico centrados en la Eucaristía. Con su actitud orante, resultaban maestras de oración en un mundo que empezaba a secularizarse.

Rafaela María veía el mundo como la casa familiar de los hijos de Dios, el lugar en que estos deben encontrarse y tratarse como hermanos. Servir a los hijos de Dios, trabajar porque, a su vez, los hijos conozcan y amen a este Padre, fue el objeto único y último de toda su actividad. Esta idea la llevaba siempre, tanto en sus años de actividad apostólica, como en los treinta y dos años de aparente descanso en Roma.

El 6 de enero de 1925, hacia las seis de la tarde, expiró suavísimamente. En la iglesia de Via Piave, en su iglesia, se daba en ese momento la bendición con el Santísimo; apenas unas horas antes, un sólo deseo... “Por favor, Hermana, cuando parezca que ya me he muerto, sígame diciendo el nombre de Jesús al oído. Yo no podré ya decirlo, pero me gustaría oírlo hasta el final.

Pío XII la declaró oficialmente digna de admiración, “beata”, bienaventurada, dichosa, el 18 de mayo de 1952.

Pablo VI la proclamó santa el 23 de enero de 1977: Santa Rafaela María del Sagrado Corazón.